Luna de Piel. Imágenes para la diferenciación
Artículo publicado en la Revista Persona, Revista europea de las Terapias por las Artes
Luna de piel. Imágenes para la diferenciación.
Proceso de arteterapia en el caso de un pre-adolescente con cuadro de neurosis obsesivas, insomnio y neurosis fóbicas.
Abstract
Presento el caso de J. Un niño de 12 años que llega a la consulta en una situación de intenso sufrimiento debido al insomnio y a la ansiedad asociada. A lo largo de 26 sesiones, el paciente realizó un trabajo de comprensión de sí mismo a través de las imágenes y de la alianza terapéutica que revirtió en una completa recuperación sintomática y en una maduración hacia el reconocimiento de su individualidad integrada y diferenciada.
Introducción y marco teórico.
Atiendo a J. en la consulta de un centro de terapias vinculado a la escuela en la que él estudia. A pesar de su temprana edad, J. solicita por sí mismo asistencia psicoterapéutica tras asistir a dos entrevistas con la psicopedagoga de la escuela. Antes de atenderlo tengo una primera entrevista con su madre, quien me indica que hace dos meses J. está muy angustiado, tiene graves dificultades para dormir, parece apático, excesivamente preocupado por los demás y que hace “cosas extrañas” como rituales antes de irse a dormir. Añade que, desde muy pequeño, ha mostrado “asco” y repulsión hacia el tacto de algunas texturas, “por ejemplo”, señala, “hacia las ceras de colores: no creo que consigas que pinte”.
Con los datos iniciales me pregunto qué relación podrían tener las fobias nocturnas -tan recientes- con las antiguas e instaladas fobias sensoriales.
Reflexiono acerca del tacto y, por lo tanto, acerca también de la piel – el límite, aquello que nos separa del otro y a la vez nos permite sentirlo-, y me planteo que la fobia a las texturas habla de una piel que no protege. Me pregunto si esa “piel fina” tendrá que ver con las fobias nocturnas que atormentan a J. ¿Será que no se siente contenido? ¿Que necesita contacto directo para sentirse seguro? ¿Será quizás que no tiene incorporado el objeto materno y por eso necesita sentirla físicamente cuando se va a dormir?
Cito a Ester Bick en su artículo “La Experiencia de la Piel en las Relaciones de Objeto Tempranas” (1968).:
“Parecería que, en el estado infantil no integrado, la necesidad de encontrar un objeto contenedor lleva a la frenética búsqueda de un objeto, sea este una luz, una voz, un olor, o algún otro objeto sensual que sea capaz de mantener la atención”.
Acorde con la cita, J. estaría vivenciando un estado interno no integrado que resolvería mediante rituales nocturnos, momento en el que se enfrenta al vacío y la soledad.
Pienso en J. como en un niño con poco contacto interno, que necesita relaciones simbióticas o adhesivas para sentirse seguro. Cuando indago acerca de la primera noche de insomnio, descubro que coincide con el mes de su cumpleaños. Ello me conduce a considerar un posible conflicto interno respecto al crecimiento, que hubiera despertado en él antiguas ansiedades de separación.
Tales planteamientos aparecen a lo largo del proceso a través de sus obras y del vínculo terapéutico. Las hipótesis iniciales van tomando forma derivando en la recuperación de J.
Antes de adentrarnos en la observación del caso, quisiera mencionar el concepto de identificación adhesiva, ya que resultó esencial para comprender el funcionamiento psíquico y afectivo de J.
Ester Bick, psicoanalista infantil postkeiniana, introdujo el término para referirse a un tipo de identificación proyectiva en la cual el individuo no consigue sentirse separado del otro y por lo tanto vive las relaciones de forma persecutoria e indiferenciada.
Esta sensación genera gran angustia y culpa ya que el sujeto se hace cargo de situaciones afectivas que no le pertenecen.
En más de una ocasión J. refiere:
“No sé qué me pasa, cuando alguien tiene problemas, me pongo a llorar y me siento culpable, no lo puedo evitar. A veces no sé ni cuál es el problema. Me pasa desde siempre, pero ahora más. Como si me pasara a mi”.
Observación del caso
Hay tanta soledad en ese oro. La luna de las noches no es la luna que vio el primer Adán. Los largos siglos de la vigilia humana la han colmado de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.
La Luna, Jorge Luis Borges
En la primera sesión J. entra con su madre, ya que ésta manifiesta un gran deseo de estar presente. Su actitud es controladora: habla por él, lo trata en tono infantilizado y utiliza frases del tipo “Anna te va a enseñar que no tienes que enfadarte conmigo (…), y que las demás madres no son mejores que yo”.
Me doy cuenta de sus ansiedades, de cómo desea dirigir el proceso terapéutico, y de cómo le cuesta dejar a J. en un lugar fuera de su control. Aprovecho para plantear cuestiones respecto a la confidencialidad delante de ambos, con la intención de introducir una diferenciación y así evitar situaciones incómodas en el futuro. Invito a la madre a abandonar la sala para poder iniciar el trabajo con J.
J. es un chico de 12 años, con ligero sobrepeso, de movimientos lentos, rostro dulce y expresión afable. Parece cansado y tiene las ojeras marcadas.
Muestra un trato cercano y tiene notable facilidad para la expresión y la comunicación. Rápidamente me explica que no soporta más el sufrimiento por las noches y me pide que le diga qué hacer para poder dormir. Ante su demanda, le recuerdo que mi metodología de trabajo no se basa en darle respuestas concretas ni en decirle qué hacer, sino en acompañarlo a comprender, y que ello requerirá un tiempo.
J. hace acopio de confianza y se esfuerza por sobreponerse a la frustración que le genera no disponer de una fórmula precisa que alivie su malestar. A la vez, parece sentirse relajado en el espacio.
Pongo a su disposición los materiales, y elije aquéllos que le proporcionan mayor seguridad: una hoja DIN A-4, un lápiz, goma para borrar, y una regla.
Aunque no parece disfrutar especialmente de la creación, dibuja durante un buen rato de forma aplicada, controladora y borrando enérgicamente lo que supone para él un error. (fig.1). Efectivamente, muestra rechazo a cualquier material fluido o que pueda impregnar su piel. Hablamos sobre su proceso y remarco su necesidad de borrar. Insiste en que no le sale bien. Le comento que lo importante no es hacerlo bien, sino expresarse libremente. Aunque no parece muy convencido, me mira y sonríe.
El paisaje resultante es a la vez cargado y vacío. En él hay numerosos elementos que tratan de llenar un espacio que no acaba de completarse. En una de las montañas, vemos una casa, pequeña, rodeada de múltiples árboles prácticamente indiferenciados. La casa está aislada, arrinconada. En posteriores sesiones, J. compartirá su frustración al sentirse aislado de sus compañeros. Cuando lo comparto con su madre, ésta reconoce que no le gusta que reciba visitas “por miedo a que sus amigos ensucien la habitación”. En subsiguientes entrevistas con la madre, descubriré que padece un trastorno obsesivo compulsivo reconocido y no tratado que tendrá una influencia directa en J.
La obra de J. me lleva a pensar en un carácter obsesivo, controlador, inseguro y con grandes necesidades de contención. La cantidad de elementos me remiten a posibles ansiedades persecutorias, las cuales irán apareciendo en posteriores sesiones. Decide llamar a su obra “Relajación” y dice que se ha sentido muy a gusto.
Los rituales
Me planteo el trabajo con J. por capas, comenzando desde la epidérmica, la más superficial: las fobias sensoriales y los rituales. J. confiesa no tener ni idea de por qué ejecuta rituales nocturnos. Le pregunto cuál de ellos necesita más, y me responde que asegurarse de que su madre está despierta antes de dormirse él. Que necesita verla y que se quede en su habitación, en caso contrario, la ansiedad puede con él. Le propongo que realice una obra sobre cómo se siente en esos momentos.
Realiza dos. En la primera representa la soledad. En la segunda, la compañía. (fig.2 y 3). A través de esta obra se da cuenta del gran vacío que siente cuando está solo. Confiesa que tiene miedo de sufrir y de que nadie lo ayude. Le explico que los rituales, a veces, funcionan como “salvavidas del miedo”, que algunos comportamientos esconden emociones que no sabemos ver. Me escucha con atención y reflexiona acerca de su miedo a la soledad.
Poco después de estas sesiones iniciales, desparecen la mayoría de rituales: tocar la pared, mover los zapatos dos veces, dejar la puerta entreabierta a una distancia concreta…. Mantiene la necesidad de asegurarse de que su madre está despierta.
J. viene a las sesiones con ganas y confianza, se siente más animado y concilia el sueño con mayor facilidad, a pesar de que todavía necesita que su madre esté presente.
Seguimos explorando sus sensaciones de angustia durante la noche y hace una representación sobre lo que siente. La imagen es la siguiente (fig.4). En esta sesión se da cuenta de que cuando se siente sólo cree que no le quieren. Que lo que de verdad le da miedo es que no le quieran y, entonces, pueda pasarle algo. Necesita asegurarse de la presencia del otro para sentirse protegido y amado. Estas sensaciones corresponden al planteamiento teórico inicial, a la construcción de relaciones simbióticas por falta de internalización del objeto externo. No se siente lo suficientemente seguro y requiere de una materialización externa que le proporcione protección.
Después de reflexionar acerca del significado del amor para él, y de cómo incorporarlo confiando en que las personas pueden amarlo en ausencia, me planteo que resultaría útil utilizar el símbolo para incorporar estos conceptos. Le propongo que durante las noches trate de recordar la imagen de esta sesión.
Los primeros descubrimientos: La diferenciación
En la siguiente sesión llega sonriente y me pide pasta de modelar, un material que requiere de un contacto directo y que sin duda, impregna su piel. Me asombra la evolución que está experimentando J. respecto a la elección de materiales y respecto a su veloz recuperación sintomática. La contención que le ofrece el espacio y el vínculo -que verdaderamente siente como seguro-, le permiten atreverse a probar nuevas formas y superar sus miedos más superficiales (fig.5).
Comparte que se siente feliz porque le “ha funcionado” recordar la imagen y que ha dormido bien todas las noches. Añade que incluso ha dibujado un corazón que guarda en su escritorio y que cuando tenía miedo recordaba que sus padres le querían. Le devuelvo que parece aliviado y feliz. Me mira, sonríe y dice que sí. Añade que no solamente está contento por poder dormir, sino por las cosas que está descubriendo. “Qué cosas son?” Le pregunto.
“Me doy cuenta de que me preocupo demasiado por los demás” Pausa, silencio. “Y también que mi madre es mi madre y yo soy yo. Estaba equivocado. Antes sentía que éramos uno”.
Es emocionante observar cómo la incorporación del objeto materno a través de lo simbólico le permite diferenciarse y sentirse más seguro, hasta el punto de recuperarse del insomnio.
Sumergiéndonos en capas más profundas
A medida que J. comienza a sentirse mejor y desaparecen las angustias más paralizantes, surgen las primeras reflexiones acerca de la relación con su madre. En un principio plantea su angustia por decepcionarla con las notas. Observa que la ansiedad aparece cuando se acercan los exámenes.
Cuando lo comparto con su madre y con la escuela, la madre reconoce que es especialmente estricta con este tema porque vincula la falta de educación a sus propios traumas de infancia. Cree que sus padres fueron inapropiados por falta de educación y no quiere que su hijo “viva nunca nada igual y por eso tengo que estar por él todo el rato”. La escuela está de acuerdo en bajar la exigencia y presión académica, pero la madre no es capaz de asimilarlo. Comienza a incomodarse con el proceso terapéutico.
Los traumas no elaborados padecidos por la madre parecen manifestarse en forma de proyecciones masivas sobre su hijo, el cual ha introyectado algunas ansiedades de ella.
J. comienza a expresar quejas hacia su madre que al principio alterna con sentimientos de culpa. Va oscilando entre la necesidad de satisfacerla, la culpa por decepcionarla (dañarla), y la rabia por sentirse acosado y agobiado. Parece ser que a medida que avanza el proceso y J. va diferenciándose, las ansiedades de la madre se agudizan y genera más presión sobre el niño. Él, en cambio, está en una fase de integración.
Para ilustrar este momento del proceso quisiera rescatar una sesión particularmente importante:
J. llega con cierto desánimo a pesar de sus progresos. Se queja de que no conseguirá aprobar los exámenes por mucho que dibuje. Expresa angustia hacia sus resultados académicos. Le doy espacio. Mira los materiales y coge una hoja, un compás y un lápiz.
Yo pienso en que parece necesitar recuperar los materiales del inicio, aquellos que le permitan sentir control para clamar sus ansiedades (fig.6).
Realiza un dibujo geométrico con centenares de líneas. Sus trazos son repetitivos durante 15 minutos que estamos en silencio. Me pide que le cuente alguna cosa y le pregunto por qué quiere que le cuente algo.
J. “Porque me aburro”
Y. “Y si te aburres, ¿Por qué lo haces?”
J. “Porque al final quedará bien”.
Silencio. Parece más relajado. Me pregunta cuál es mi serie preferida y le digo que parece que hoy prefiere hablar de mí que de él. Se ríe. Parece que recupera el vínculo con el espacio. Le pregunto qué diría de él la obra que está realizando.
J. “Que estoy rallado. Estoy cansado de hacer siempre lo mismo. Me gustaría hacer cosas diferentes y poder elegir, decidir”. Hace una pausa y añade:
“Ahora me doy cuenta de que por un lado quisiera decidir, pero por otro, cuando aquí me das la oportunidad de hacerlo, no sé qué hacer y te pido que me lo digas tú. Es lo que me pasa con mi madre. Quiero que me deje en paz pero también que me solucione las cosas”.
Me parece que este insight contenía algo fundamental: esa posición de “ni contigo ni sin ti” que le generaba tantas ansiedades con respecto a su madre. Por un lado se sentía realmente agobiado y controlado por ella, pero por otro se reclinaba sobre ella eludiendo responsabilidades y quedándose cómodamente en una posición infantilizada; posición que, inconscientemente, le daba pánico perder por miedo a quedarse solo y no ser rescatado.
En este caso la realización de una obra aparentemente regresiva resultó encerrar un gran contenido. A veces tendemos a creer que las imágenes geométricas o abstractas no incluyen un significado, no son imágenes encarnadas que reflejan escenas del inconsciente. Dubowski (1990), por ejemplo, muestra un gran respeto por la imágenes no ilustrativas del niño -tales como garabatos- las cuales, sostiene, pueden contener también contenido metafórico.
La verdadera transformación: Las tres casas, nudo y desenlace de la imagen encarnada
Joy Schevarien (1987) se refiere a la imagen encarnada como aquella con contenido y tensión emocional que no es ilustrativa si no parte misma de la emoción. En ella, la dualidad aparece en forma de tensión emocional. Schaverien sostiene, además, que la imagen encarnada puede darse cuando la alianza terapéutica es adecuada y contenedora.
En la siguiente sesión, J. experimenta por primera vez una reacción emocional intensa respecto a su propia obra:
Comienza a dibujar sin excesivas ganas. “Dibujaré una casa, por hacer algo”. Está distendido, cómodo. Cuando finaliza la obra nos quedamos un momento en silencio mirándola (fig.7). Sonríe y dice : “ya sé qué podrías decirme”. Extrañada, le pregunto “Qué podría decirte?”. “Que ésta es la casa de mi madre, y ésta de aquí la mía”. En este momento rompe a llorar. La casa que señala como suya es la del perro.
Le pregunto si es así como se siente. Llora intensamente y poco a poco va tranquilizándose. “Sí”, me dice. “Me trata como a un perro, dándome órdenes sin sentido, no me escucha y luego se hace la víctima. A mi padre (se refiere al biológico) y a mí, nos trata como perros. Y en esta otra casa estaría Enric (la pareja de su madre que él considera su “otro padre”), porque nunca se entera de nada. Vive encerrado y hace todo lo que le dice mi madre. Es manipuladora”.
Esta sesión abrió un camino de comunicación fluida y a partir de ella pudimos elaborar sus emociones respecto su familia, su pasado, el dolor de la separación de sus padres, la culpa asociada y cómo está desembocó en un carácter adhesivo. J. rescató la figura de su padre biológico y comenzó a reforzar el vínculo con él. Trabajamos sus responsabilidades, su relación con el ordenador -que hasta ahora había sido de dependencia-, sus deseos y anhelos, las nuevas relaciones escolares, el grupo…
En este momento del proceso la madre se desvinculó de la terapia quejándose de que J. no le hacía caso. No conseguía contactar con la gratitud o alivio al ver a su hijo recuperado de la ansiedad y las fobias, ya que como había construido una relación proyectiva, a medida que él reforzaba su self, ella se sentía amenazada. Sus ansiedades se intensificaron hasta el punto de desvincularse totalmente de la terapia y dejó de pagarle las sesiones.
J. vivió el proceso con tranquilidad, reconociendo que él deseaba seguir asistiendo a la terapia, y le pidió a su padre que se encargara económica y logísticamente. El padre accedió y tomó una nueva posición en el sistema familiar y en su relación con J.
Al poco tiempo J. pudo quedarse a dormir en su casa.
Finalizamos nuestras sesiones poco después de su 13º cumpleaños, 10 meses después de su primera crisis de ansiedad.
El día de su cumpleaños J. quiso compartir su alegría. “Me hace ilusión cumplir años, y quiero celebrarlo contigo, porque el año pasado fue un infierno, y ahora estoy bien” (fig.8). Para la obra utilizó diversos materiales, entre los cuales, ceras que derritió con calor. En esta sesión quería proponerle que valoráramos un final del trabajo terapéutico, y se me adelantó:
“Me siento muy bien aquí- me dijo- pero tengo ganas de ver si soy capaz de seguir bien sin venir. Si te necesito, ¿podré llamarte?”.
J. había comprendido que desprenderse formaba parte del camino y que si nos sentimos seguros en el vínculo, éste seguirá reforzándonos y permitiéndonos ser sin miedo.
Conclusiones
Las neurosis obsesivas, explica Coderch (1975), son “la presencia de ideas, sentimientos e impulsos no deseados por el sujeto y que pese a sus esfuerzos, se imponen de manera intrusiva en su mente, causando desagrado y ansiedad. En ocasiones estos fenómenos psíquicos dan lugar a determinados actos, igualmente indeseados, llamados compulsivos”.
En el caso de J. las obsesiones se revelan de carácter fóbico, en las cuales lo temido no es la situación real, si no el pensamiento de esta situación. La exploración inicial del caso indica que J. comenzaba a compensar la ansiedad con ciertas compulsiones o rituales cuando se aceraba la noche, y lo hacía de forma anticipatoria para evitar el gran sufrimiento que intuía llegaría con el silencio.
La mayoría de los artículos que he leído acerca del T.O.C (Trastorno Obsesivo Compulsivo), defienden que consiste en una enfermedad crónica, hereditaria en muchos casos, y de origen mayormente biológico. Coinciden en su mayoría en que el tratamiento debe ser exclusivamente a través de fármacos o combinarlo con terapia de tipo cognitivo-conductual.
Sin pretender exponer aquí un caso de investigación, sí me gustaría remarcar la importancia de abrirnos a la posibilidad de otros procesos y a la observación de éstos como otras vías de sanación.
Cuando J. vino a mi consulta no me planteé su recuperación sintomática como principal objetivo, porque me resultaba imposible saber si el proceso arteterapéutico revertería en tal cambio. Me planteé un acompañamiento hacia la comprensión y ofrecerle un espacio seguro en el que pudiera expresarse con libertad y facilitar el análisis del material que iba aportando a las sesiones.
El resultado fue que, partiendo de un acercamiento común en cualquier proceso arteterapéutico y gracias también a sus recursos y disposición, J. verdaderamente vivió una transformación, liberándose de las fobias y de las compulsiones. Pero lo más importante, a mi modo de ver, es que lo hizo desde la comprensión, desde la reflexión y desde el análisis que le permitía el proceso creativo y las imágenes asociadas.
En la última sesión, me dejó una nota que decía:
“(…) Ahora puedo dormir y entiendo por qué me pasan las cosas. Nunca lo olvidaré”.
References:
Bick, Esther. The experience of the skin in early object relation . International Journal of Psychoanalysis 49, 1968, 484-486, ISSN 0020-7578; en Bick 2002, 55-59.
Coderch, J. (1975), Psiquiatría dinámica, Barcelona, Herder.
Duboswky,J. (1990). Art versus language (separate development during chuidhood) in C.Case and T.Dalley (eds). Working with children in Art Therapy. London: Tavistock/Routledge.
Kramer, E. (1979). Childhood and art therapy. New York: Schocken Books
Schaverien, Joy (1987). “The Scapegoat and the Talisman: Transference in Art Therapy” In Images of Art Therapy. Eds. Dalley, Schaverien, et al, London and New York: Routledge.
Schaverien, Joy (1992; 1999). The Revealing Image: Analytical Art Psychotherapy in Theory and Practice. London & Philadelphia: Jessica Kingsley Publishers.
WINNICOTT, D, W. Realidad y Juego. Editorial Gedisa. Barcelona, 1987.
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